Padres: sus adolescentes los necesitan.

Por: David McCormick

El desarrollo humano es una maravilla que la ciencia no logra terminar de dilucidar y que los cristianos muchas veces tienden a olvidar. El cerebro de un bebé desarrolla 250,000 neuronas por minuto mientras está en el vientre de su madre, para llegar a las 100 mil millones de células presentes al momento de nacer. El bebé llega con una gran capacidad de recibir muchísima información de su entorno, desde percibir el olor único de su mamá hasta contemplar el rostro de su padre. En los siguientes años, los niños aprenden por medio de la experiencia… su interacción con el mundo exterior moldea su mundo interior.

Cuando los niños llegan a la adolescencia, una serie de cambios bruscos transforma sus cuerpos hasta alcanzar la fachada de un adulto. Sus cerebros, por otro lado, entran a una segunda infancia, atravesando un proceso donde el mismo cerebro «poda» las conexiones neuronales que no serán necesarias. Este proceso es la mecánica detrás de lo que observamos como la definición de la personalidad, las creencias, las convicciones y los valores de una persona.

Es en esta etapa cuando las apariencias nos engañan. A menudo no logramos navegar a través de los cambios que corresponden a esa edad. Aunque un adolescente ya no necesita la misma protección que un niño, no puede gozar de todas las libertades de un adulto. La adolescencia es un tiempo único y dinámico donde los padres tienden a soltar las manos del timón o, en el otro extremo, apretar su control a un nivel que sofoca el crecimiento característico de esta etapa.

En la cultura judía, un adolescente de 13 años ya es libre del título de niño y entra a una emancipación que hoy podría sonar controversial. En la ceremonia tradicional para celebrar al Bar Mitzvah («hijo de los mandamientos») el padre del muchacho proclamaba: «Baruch sheptarani mei-onsho shelazeh»[«Bendito el Dios que me libra de la responsabilidad de este muchacho»]. En Latinoamérica muchas veces se vive en el otro lado del espectro: una niñez perpetua en la que adultos de más de 20 años siguen con sus padres en una especie de infancia artificial.

Opuestos necesarios

Entonces, ¿qué es lo que un adolescente realmente necesita de sus padres? La respuesta es  dicotómica y compleja, pero es algo que podemos ver en la relación que Dios, nuestro Padre, tiene con nosotros, sus hijos. 

Nuestros adolescentes necesitan ser consolados en su dolor y también necesitan ser libres para afrontar las consecuencias de sus acciones. Nuestros adolescentes necesitan ser corregidos en su conducta y también necesitan plena confianza para expresarse sobre los temas más vergonzosos. Nuestros adolescentes necesitan ser instruidos con amor y necesitan el espacio para aprender sus propias lecciones. Nuestros adolescentes necesitan protección (aunque en disminución) y también necesitan que sus padres se deleiten en ellos. Nuestros adolescentes necesitan límites claros y también necesitan más independencia para explorar el mundo, confiando que tienen un lugar seguro a donde regresar. 

La dinámica parece estar llena de opuestos, pero esto es algo bueno: la crianza de adolescentes nos obliga a depender más de la sabiduría de Dios que de nuestros impulsos, emociones o experiencia personal.

Un adolescente también necesita que sus padres escuchen. El imperativo de Santiago de ser prontos para escuchar y lentos para hablar y enojarse se vuelve aún más difícil con nuestros hijos adolescentes (Stg 1:19). Sin embargo, escuchar con empatía abona la conexión profunda que necesitamos priorizar en las aguas turbulentas de la adolescencia. Tu adolescente no te hablará de un tema que sabe que te incomoda… y si no te habla sobre temas como la sexualidad, definitivamente los discutirá con alguien más.

El cerebro de un adolescente está en plena construcción; estos años marcarán el resto de su vida. Como todo en el caminar cristiano, ser padre de un adolescente es un llamado a morir a uno mismo y amar incondicionalmente. Representemos a Cristo en nuestros hogares siendo pacientes y sabios, respondiendo con curiosidad y firmeza, ternura y estabilidad.

Nuestra dinámica como padres cambia durante la adolescencia, pero la meta sigue siendo la misma de toda la crianza: que nuestros hijos lleguen a creer en la gracia de Jesús, que los rescata de sus pecados y los lleva a ser hijos del Creador del universo. No nos cansemos de ser fieles en las vidas de nuestros adolescentes, incluso cuando esa fidelidad trata principalmente de sentarse a su lado y escuchar su corazón.

Texto publicado originalmente en Coalición por el Evangelio.

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